El 14 de febrero arrancó el plan nacional de conmemoraciones 2021, con el 190 aniversario luctuoso de Vicente Guerrero. Se trata de un plan que autoridades federales y estatales convinieron realizar durante ese año, con eventos centrados en hechos, procesos y personajes históricos, que recuerdan a sujetos célebres, documentos emblemáticos, batallas éxitos y conquistas políticas, sin soslayar sucesos ofensivos a la memoria histórica, como los que sufrieron los pueblos originarios mayas y yaquis, por citar dos caso de agravios colosales, comprendidos en el programa referido, que establece la petición de perdón por semejantes agravios históricos.
Por tanto, cabe preguntar cómo y cuándo los yaquis sufrieron tantos agravios, al grado de ofender la memoria histórica. Ahora lo verán, pero a vuelo de pájaro, porque no pretendo más que contextualizar la petición de perdón a sus descendientes, acercar algo de conocimiento pertinente a lectores y ganarlos como interlocutores o aficionados de nuestra historia, que registra hechos gloriosos, secretos sugerentes y agravios impresentables, que no debieron ni deben ocurrir jamás, como los que se exponen enseguida.
El destierro de familias yaquis, entre ellas mujeres solteras, casadas, incluso embarazadas; niños sin padres, “rezadores” y hasta adultos mayores, fue una de las medidas más inhumanas que el gobierno de Porfirio Díaz, en connivencia con sus lacayos estatales, desplegó en contra de sus parientes, atacándolos donde más les dolía, más incluso que la muerte: desmembrando la familia y desterrándola de su patria chica.
Todo eso, motivado por el deseo de acabar con su resistencia, dominar a los dirigentes y someterlos a los designios del gobierno, que ambicionaba sacarlos del terruño, desconocer su soberanía y arrebatarles tierras y aguas, para beneficio propio y de demás pudientes interesados en explotarlas con fines lucrativos.
La discordia entre gobernantes y yaquis coincide con una disposición federal de 1894, que daba luz verde a los jefes político-militares para promover la ocupación y reparto de terrenos en posesión de familias indígenas, con el gancho de que eran tan buenos para la siembra que “pueden cosecharse miles de fanegas de maíz y frijol”.
Un coronel alardeó: “Estoy autorizado por el Supremo Gobierno para ceder gratis todos esto terrenos por todo el tiempo necesario hasta la cosecha”. Esta atribución irritó a sus propietarios originarios; los llevó a levantarse en armas y defender su patrimonio con acciones bélicas, dando lugar a una larga y cruenta lucha, en la que al final del día el despojo, la ambición, el racismo y la muerte triunfaron.
Luego de los asesinatos de sus dirigentes: Cajeme fue fusilado en 1887 y Tetabiate murió en combate años después, hubo voces que auguraban el fin de la sublevación y de las acciones militares, por “no haber enemigo con quien combatir”. Un periódico pronosticó: con la caída de Cajeme, por fin “se asegura para siempre la pacificación de la tribu yaqui y el cese de la campaña emprendida con tanto acierto” en su contra. Pero la predicción falló; subestimó la tenacidad del pueblo e ignoró que atrás de los extintos cabecillas había un mundo de gente luchando silenciosamente desde otras trincheras, menos visibles, pero no menos efectivas.
Las mujeres, por ejemplo, sostenían a los rebeldes con provisiones de boca; alentaban a sus esposos y formaba en los hijos sentimientos contra sus verdugos. Un militar celebró el destierro de mujeres y niños, y acusó a las féminas: “uno de nuestros principales enemigos es la mujer Yaqui… la madre que es la que forma los primera elementos de educación del niño, le engendra desde que empieza a tener la primera noción de las cosas el odio al Yori”.
Más aún, los ancianos alimentaban la rebeldía del pueblo y los jóvenes de 15 años arriba, que habían crecido en un entorno de amenazas sostenidas se aprestaban a defender la causa de su raza, que reclama sus derechos sobre las tierras y aguas y exigía su reconocimiento, incluyendo formas de gobierno, cultos y credos.
A fines del siglo XIX, las hostilidades estaban a la orden del día, con más tropas y yaquis en combate, y su conclusión se veía lejana. Entonces se exploró una salida negociada, cuyo fruto fue un ceremonioso y dilatado convenio de paz, que duró más la negociación que su de vigencia práctica.
Después se implementó una política de concentración, que proponía establecer rancherías para familias yaquis, con la esperanza de que residieran en ellas, prefiriendo la tranquilidad, seguridad y “el trabajo honrado”, en vez de hambres, desvelos y riesgos de guerra, cuya vida apacible atraería hasta a los yaquis más reacios a deponer las armas.
Pero ningún intento de hacer las paces funcionó, porque la raíz del descontento y sublevación yaqui no se tocó, que era el desconocimiento de la posesión de tierras, aguas y soberanía del pueblo; en lugar de esto se enfatiza en su rendimiento y obligación de entregar las armas y obedecer al supremo gobierno.
Además, la guerra yaqui eran un negocio jugoso. Sostenerla activa traía ganancias varias: los militares tenían presupuestos seguros; los comerciantes aumentaban sus ganancias con ventas de armas, municiones y otras provisiones, en tanto hacendados, rancheros y otros propietarios particulares disponían de mano de obra barata, incluso gratuita, en razón del abrigo que daban a rebeldes fugitivos.
A inicios del siglo XX, gobernantes y jefes militares admitieron que no había otro método para vencer a los yaquis y conseguir su rendición, que atacarlos con más fiereza que antes, hasta exterminarlos o borrarlos de su tierra, deportándolos a otros estados lejanos.
Un jefe militar admitía: “para alejar de manera definitiva del Yaqui, a los indios más reacios en la guerra… se dispuso que los prisioneros fueran deportados al interior del país”, entregándolos a los hacendados para que los ocuparan y habituaran al trabajo honrado.
Entre 1903 y 1907, el gobernador Rafael Izábal auspició la denominada guerra de exterminio y deportación de indígenas capturados, quienes eran enviados como esclavos a Yucatán, a donde unos no llegaron y otros jamás regresaron.
Izábal era un hombre rudo, violento, dado a dejar su oficina, salir en campaña, rastrear huellas, liderar batallas y hasta gozaba persiguiendo insurrectos o exhibiendo sus cuerpos mutilados en señal de triunfo. Una fotografía de su época expone su mezquindad y odio racial, al posar exhibiendo un racimo de brazos yaquis, luego de haber dirigido una expedición en busca de indígenas insurrectos.
Dos años ante de que Madero llegara a Sonora, en su cruzada como candidato presidencial, las operaciones militares avanzaron y las escasas partidas rebeldes, renuentes a deponer las armas, huían por los montes o se escondían entre sus parientes sin dar más pelea.
En ese deprimente ambiente social, el llamado apóstol de la democracia llegó a Navojoa, donde fue recibidos con vítores por una muchedumbre algo numerosa, entre la que había descendientes yaquis dispuestos a apoyarlo, con la ilusión de hallar amparo en su futuro gobierno.
Hermosillo, Sonora, 22 de febrero de 2021