Hace 104 años el presidente Carranza instituyó el Día del Maestro, consagrando el 15 de mayo de cada año para celebrarlo, en gratitud a su contribución a la causa revolucionaria, a la que sirvieron como soldados, dirigentes, ideólogos, periodistas y oradores, incluso como educadores de sus correligionarios en los propios campos de batalla.
No hay duda, de que tenían merecido tal distinción. Hoy por hoy, con la pandemia encima y resguardados en casa, quizás una buena manera de seguir conmemorando ese día y rendir tributo a los maestros y a las maestras, por su trascendente tarea en la formación integral de sus alumnos, es recordar a quienes fueron nuestros maestros y compartir algún testimonio acerca de ellos.
El mío, el que me marcó para bien y para siempre es el siguiente. De mi paso por la primaria Miguel Hidalgo (Empalme) recuerdo a dos queridísimos maestros: la maestra Otilia, una esbelta y erguida dama, con aire angelical, impecablemente vestida y muy entendida y afanosa en la enseñanza de sus pupilos.
También viene a mi memoria el maestro Andrés. Tenía buena apariencia; muy propia del buen maestro: medio calvo y frente descubierta, con voz de mando, algo serio y muy aficionado al deporte. Con él aprendí a jugar béisbol en forma y participé en algunos torneos; creo que mi afición por ese deporte nació con el profesor Andrés.
Además, recuerdo al profesor Federico, era el director, y si algo nos causaba pavor era caer en sus manos, por mal comportamiento. Cómo olvidar su dicho: cuando le temblaba la mano no volvía a reposar hasta que nos azotaba con ella, pues decía que no había mejor correctivo para regenerar la conducta impresentable.
Con todo, era buen director, a decir por el orden, la higiene y el silencio sepulcral que privaba en los largos pasillos y números arcos de mi añorada primaria.
De la secundaria, guardo como un valioso tesoro el recuerdo del maestro Arredondo, de español, un devoto de los libros y adicto a la buena escritura. Con él conocí a Juan Rulfo y leí el Llano en llamas; aprendí que la escritura era el arte de la expresión humana y que debía ejercerla con pulcritud y musicalidad.
Creo que a él le debo mi afición a los libros, mi entrega a la lectura y el gusto por la escritura. Y del profesor Isidro, de ciencias sociales, nació mi vocación por ese campo disciplinario.
Probablemente, con ellos descubrí que el magisterio sería una profesión hecha a mi medida, y llegado el momento no dude en elegir esa noble labor como mi proyecto de vida profesional.
En la normal, aprendía a ser profesor especialmente con la maestra de español. El gusto por el teatro y la danza surgieron con mis maestros de arte.
Entonces reforcé mi afición por el basquetbol y refiné las técnicas respectivas, gracias a mi profesor de matemáticas, que sin ser de educación física organizaba equipos y participábamos en competiciones estudiantiles.
En mis estudios universitarios, recuerdo por su sabiduría, pasión y producción de conocimiento históricos genuinos a los maestros Juan Manuel y Julio Montane.
En mi paso por los estudios de posgrado, no puedo olvidar a la Dra. Denisse, al Dr. Ignacio del Río y, muy especialmente, al Mtro. Salmerón, por su erudición y pasión pedagógica, pero sobre todo por su profundo humanismo.
Cómo los voy olvidar, cómo no los voy a querer, si todos ellos dieron un vuelco positivo a mi vida.
Con los maestros siempre, sin ellos nunca jamás.
Hermosillo, Sonora, 17 de mayo de 2021