Por Ricardo Aragón Pérez / [email protected]
Hermosillo, Sonora, 18 de noviembre de 2024
Susana Rivera entró viva a la escuela “Cruz Gálvez”, pero en cuestión de días salió con los pies por delante. Seguramente llegó al plantel en contra de su voluntad, pues apenas era una niña cuando la separaron de su abuela materna, que era lo único que tenía para su cobijo.
Cabe mencionar, que cursos especiales de escribir en máquina (mecanografía) se dieron en la Cruz Gálvez, para preparar para el trabajo de oficina, lo cual era muy aceptado socialmente, en especial, para las mujeres, aunque también incluía varones.
En esas condiciones, Susana salió de su pueblo natal, Cócorit, a mediados de 1919, pero nunca más regresó a su patria chica, ni para recibir cristiana sepultura.
Cuentan que pasó cuatro días “muy grave de pulmonía”, sola y sin que su abuela supiera. El día que murió no hubo nadie quién le llorara, se conmoviera o siquiera le diera un adiós.
Pero quién era Susana Rivera, porque nadie respondía por ella, qué fue de sus padres, cómo llegó hasta la escuela y porqué acabó ahí su corta vida; todo eso enseguida lo verán.
Cuatro días antes de que el gobernador Plutarco Elías Calles expresó sus condolencias por la muerte de una alumna de la “Cruz Gálvez”, de nombre Susana Rivera, supo que la menor había enfermado gravemente, con muy poca esperanza, casi nula, de sobreponerse del mal respiratorio que la tenía sometida entre la vida y la muerte.
Conmovido por tan lamentable noticia, se comunicó con el presidente de Cócorit, Aureliano Anaya, para ponerlo al día y pedirle hiciera lo propia con los parientes de la niña, de quienes poco se sabía; a lo sumo, algo de la abuela materna, pero de sus padres parecía que se los había tragado la tierra.
El 25 junio de 1919, el mismo gobernador mandó un telegrama al munícipe referido, en el que le dijo lo que sigue: “En la Escuela Cruz Gálvez encuéntrase muy grave de pulmonía la niña Susana Rivera. Le suplico que al haber en esa localidad (Cócorit) alguna persona de su familia se sirva participárselo”, como efectivamente ocurrió, según palabras del alcalde, expresadas al gobernador luego de que recibió su instrucción.
Pero Susana tenía sus días contados. Pasaba horas en agonía, casi moribunda, hasta que, el día 28 de junio de 1919, dio el último suspiro. Enseguida, el gobernador informó del deceso a la autoridad municipal y le pidió poner al tanto del lamentable caso a su abuelita: “Suplícole participar a abuelita de la niña Susana Rivera, que ésta murió ayer, a consecuencia de pulmonía, como se había anunciado, haciéndole presente mi condolecía”, puntualizó el mandatario estatal.
Al parecer Susana fue una niña dejada de la mano de Dios. Abandonada de padre y madre, aunque pasó parte de su infancia con su abuelita materna, cuya tutela era demasiado peso para ella, ya que vivía de la caridad. Según el munícipe Anaya, cuando supo de la difícil situación de Susana, él mismo y un vecino del pueblo, de nombre Joaquín Castelo, acordaron trasladarla a la ciudad de Hermosillo, para internarla en el departamento de niñas “Cruz Gálvez”, deseando hacer de ella una persona educada e instruida en algún oficio para ganarse la vida por cuenta propia.
Pero ni uno de los dos deseos fue posible alcanzar. Como ya se dijo antes, Susana apenas tuvo unos cuantos días de escuela, para luego caer gravemente en cama. Según el parte médico, una enfermedad atacó sus pulmones y, en un abrir y cerrar de ojos, dicho mal puso fin a su desdichada vida.
A 105 años del fallecimiento de Susana Rivera, quien en vida fue ejemplo de miseria, abandono y marginación social, cabe preguntarnos cuántas Susanas más sobreviven en los márgenes de la sociedad, lidiando con la pobreza, la orfandad, el abandono y acoso, lo que atentan de manera sostenida contra su integridad.
La muerte de Susana Rivera, en mi opinión, llama a honrar su memoria, luchando todos los días, minuto a minuto, para que todas las niñas y todos los niños vivan en digna y sean felices.