Por Ricardo Aragón Pérez / [email protected]
Hermosillo, Sonora, 12 de diciembre de 2024
Tras enterarse de la fuga de un alumno del internado “Cruz Gálvez”, la oficina de la Secretaría de Gobierno se apresuró a comunicarse por oficios con algunos alcaldes fronterizos. Sospechaba que entre las ciudades de Nogales y Cananea se encontraba el menor en cuestión, por lo que los instruyó para iniciar un operativo de localización, detención y entrega a las autoridades capitalinas, con la finalidad de regresarlo al plantel escolar de su adscripción.
Pero quién era ese menor que metía en apuros a las autoridades escolares, desafiaba al personal de vigilancia y hasta ponía en movimiento al aparato gubernamental para capturarlo; en líneas posteriores lo sabrán.
Edmundo C. Fuentes era un don nadie, descendía de familia de cuna humilde. Vio su primera luz en tiempos de la revolución, pero a una edad muy temprana perdió a sus padres y como no tenía nadie que viera por su incierto porvenir, deambulaba solo por calles y plazas, sin ningún oficio ni beneficio, por lo que reunía el perfil idóneo para su reclutamiento en el internado y escuela “Cruz Gálvez”, que fue creada por decreto en 1915, para dar alojamiento, asistencia y educación a niñas y niños en condiciones vulnerables.
Por esos años, todos los alcaldes del estado estaban al tanto de la apertura del plantel y de los servicios del internado anexo. También sabían de los oficios del despacho del gobernador Plutarco Elías Calle, mediante los cuales les recomendaba reclutar a las niñas y los niños huérfanos de sus respectivas municipalidades y facilitar su traslado a la capital sonorense, para incorporarlos, asistirles y educarlos como buenos ciudadanos.
Pero una mirada rápida a los expedientes antiguos de la “Cruz Gálvez”, específicamente a la correspondencia de la Secretaría de Gobierno, permite constatar que, en no pocos casos, era más lo que tardaban en reclutarlos, que lo que duraba su estancia en el internado, ya que a menudo algunos se fugaban para siempre, pese a los mecanismos de control y vigilancia que los prefectos ejercían sobre el alumnado.
Casi siempre desertaban en grupo, en horas de la noche, luego de que el personal de prefectura pasaba revista y se cercioraba de que no faltara nadie, pero al día siguiente, a primera hora, se encendían las alarmas porque no amanecían los mismos niños de la noche pasada, debido a que algunos se habían escapado, sin saber a ciencia cierta cuál sería su paradero.
Por regla, todas las incidencias de fuga de alumnos debía reportarse oportunamente a las autoridades subalternas del gobernador, para tomar a tiempo las providencias correspondientes, entre ellas: iniciar la localización de los desertores, procurar su captura y regresarlos al internado, pero nada de eso era una tarea fácil, pues a penas ponían un pie fuera del plantel y parecía que se los había comido la tierra, como dijo un prefecto que acabo rendido y frustrado por no dar con el paradero de unos niños fugados.
Una mañana invernal de 1918, antes de iniciar las actividades escolares habituales, otra vez el personal de vigilancia estaba en apuros, porque un alumno de recién ingreso, Edmundo, de once años, había burlado la vigilancia y lo más que sabían de él era que se había pelado rumbo al norte del estado.
Con esas débiles pistas, la oficina del secretario de gobierno se comunicó con algunos alcaldes de aquel rumbo, a quienes instruyó para que se valieran de sus elementos y procedieran a la detención del menor desertor, cuyos datos personales y apariencia física, como talla, color de piel, pelo y ojos, fueron de su conocieron con anticipación.
Tras la búsqueda y detención del niño desertor, en noviembre de 1918, el titular de la Secretaría de Gobierno despachó un par de oficios dirigidos a los presidentes municipales de Nogales y Cananea y esto fue los que les dijo:
“Hermosillo, Son., Nov. de 1918.
Oficio al Pte. Mpal. de Nogales.
Oficio al Pte. Mpal. de Cananea
Recomendándole ordene detención y remisión a la Escuela de Artes y Oficios “Cruz Gálvez”, de niño Edmundo C. Fuentes, de once años, trigueño, ojos cafés claro, grandes, delgado, en caso de encontrase en aquel lugar.”
Con todo, los esfuerzos conjuntos de las autoridades para detener y reincorporar a los menores desertores al centro educativo correspondiente, resultaron casi siempre decepcionantes, pues se toparon con una camada de chiquillos escurridizos, atrevidos y renuentes a las reglas del encierro, que pautaban entonces la vida diaria en el histórico internado y escuela “Cruz Gálvez”.