Por Ricardo Aragón Pérez / [email protected]
Hermosillo, Sonora, 16 de diciembre de 2024
Ayer (diciembre 15) cumplió 113 años la Ley sobre Instrucción de Analfabetas, una herramienta jurídica de facturación estatal, la primera en su género y precursora además de la educación para adultos analfabetas, que se adelantó poco más de tres décadas a la Ley de Emergencia de 1944, diseñada con el objetivo de abatir el analfabetismo nacional que, según cifras oficiales, rondaba como en un 50 por ciento de la población, cuya empresa cultural estaba bajo la gestión de la Secretaría de Educación Pública, liderada entonces por el escritor Jaime Torres Bodet.
Pero porqué escribir sobre la ley para analfabetas, a quién importa rememorarla, cuál es su valor histórico, bajo qué contexto sociocultural surgió, quiénes participaron en su configuración y qué los motivó para echarse a cuesta tan noble y desafiante empresa cultural, que daba centralidad a las personas analfabetas.
Esas y otras preguntas forman el hilo conductor de este escrito, cuyas ideas, conceptos y demás datos están fundamentados en los 17 artículos que dan cuerpo y contenido a la histórica ley de referencia, cuyo artículo transitorio estipulaba: “Esta Ley comenzará a regir el primero de enero de mil novecientos doce”.
Se trata de un instrumento jurídico con más de un siglo de existencia, que encontré entre papeles viejos en un repositorio especializado en materiales educativos de la Universidad de Sonora, de cuyo estudio casi nadie se ha ocupado; prácticamente nada se ha dicho ni escrito, por lo que es mucho más lo que ignoramos que lo que sabemos sobre esa ley, pese a que fue pionera en la reglamentación contra el analfabetismo, además de punto de partida de la transformación educativa impulsada por los gobernantes de la revolución maderista.
El 15 de diciembre de 1911, siete meses después del triunfo revolucionario y poco más de dos de que los dirigentes sonorenses tomaron el gobierno en sus manos, los diputados Ricardo Laborín, Carlos PlanK y Educado C. González aprobaron un marco legal que daba centralidad a las personas adultas analfabetas y comprometía a las autoridades estatales y municipales a contratar “Instructores de Analfabetas”, para enseñar esencialmente a leer y escribir a mujeres y hombres de quince años arriba, incluyendo a las y los indígenas.
Entonces el gobierno de la revolución se propuso llevar a cabo una gran transformación social, cuyo eje principal era abatir el analfabetismo imperante en casi todo estado, especialmente en las comunidades de la periferia, donde el analfabetismo alcanzaba tal dimensión que se batalla mucho para formar los órganos de gobierno local, pues prácticamente no contaban con personas letradas y casi nadie hablaba español.
En aquellas fechas el analfabetismo era un verdadero lastre social, que preocupaba y ocupaba a las autoridades en turno, en sus diferentes órdenes jerárquicos, de manera que no era cosa menor, si se considera que, de 15 millones de habitantes, según el censo de 1910, sólo tres millones sabían leer y escribir; otros tantos leían, pero no escribían, o viceversa, lo que fue visto como un obstáculo infranqueable para mejorar las condiciones de vida del pueblo, que era una de las reivindicaciones de los revolucionarios, como se advierte en sus proclamas, planes y programas.
Con una fe puesta en la educación popular, los dirigentes se echaron a cuesta una gran empresa de transformación cultural. El primer pasó fue diseñar y aprobar un instrumento normativo, en el que los diputados establecieron, en primer término, contratar personas aptas para la enseñanza de las y los analfabetas. Asimismo, autorizaron al gobernador otorgarles una recompensa económica de entre 10 y 15 pesos “por cada alumno que hubiere terminado el curso”, para lo que disponía de una partida de 50 mil pesos anuales, según ley de egresos para sus gastos anuales.
En cuanto a las autoridades locales, la ley estipulaba que era atribución de alcaldes, jefaturas de distrito, jueces y comisarios de policía formar los censos respectivos, debiendo registrar el nombre, edad, ocupación y lugar de residencia, pero debían cerciorarse por cuenta propia “de que la persona presentada sea realmente analfabeta”; o sea, que no conociera ni la O por lo redondo.
Además de los censos y de las hojas de servicio de los “Maestros de Analfabetas”, las autoridades municipales tenían la responsabilidad de dar seguimiento a los cursos, evaluar el desempeño de los maestros mediante el aprovechamiento de cada alumno y gestionar ante el gobierno del estado el pago de los sueldos cuyo monto se tasaba por alumno, según fuera su grado y aprovechamiento.
Para garantizar la observancia y cumplimiento de la ley en cuestión, los diputados le pusieron suficientes dientes, de tal modo que el gobernador estaba facultado para castigar con penas económicas a quienes incurrieran en desacato, con montos de entre 25 y 100 pesos. Además, la misma ley, en su artículo 17, contemplaba un mecanismo de denuncia social: “Es de acción popular la denuncia de cualquier abuso o fraude de parte de la autoridad” o de las comisiones encargadas de evaluar el adelanto de los alumnos analfabetas.
Con todo, la empresa alfabetizadora tenía por delante obstáculos infranqueables, pues el país iniciaba su Tercera Transformación con un legado nefasto de analfabetismo mayúsculo, producto de una política educativa marginal e inequitativa, que privilegió las zonas urbanas con más recursos, escuelas y maestros competentes, mientras en las comunidades y barrios de la periferia; a lo sumo, había una que otra escuela, que eran más de membrete que de a deveras.
Además, debe recordarse que en esos años sobrevino un sunami de revueltas armadas, que alcanzó su cresta con el asesinato de Madero en 1913, lo que distrajo la atención del gobierno, destinando todos sus elementos, incluyendo el presupuesto, a los planes de guerra, por lo que la instrucción de las personas analfabetas pasó segundo término.