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De profesores a revolucionarios / II

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Las maestras María y Carmen: pioneras de la educación rural
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Por Ricardo Aragón Pérez

Magisterio en Línea / 26.05.2025

A 115 años de que las maestras y los maestros dejaron escuelas y alumnos para protestar en contra de los malos gobernantes, que menospreciaban al magisterio y le pagaban un sueldo inferior al de otras profesiones, incluso por debajo del de un soldado o un cochero, reconocían las propias autoridades porfirista.

Si bien no tenían límite para exaltar la imagen de los maestros y canonizarlos en vida como apóstoles al servicio de la escolarización del pueblo, tan obsequiosa actitud nunca se traducía en mejores condiciones de trabajo, sueldos y pensiones, ya que, como hoy, ayer también el gobierno repetía que no había presupuesto.

Pero, a decir verdad, sí había, sólo que no alcanzaba para el bienestar de las maestras y los maestros, sino para que la alta burocracia se diera la gran vida, con residencias lujosas, vestimentas de marca, coches suntuosos y fiestas faustosas, con groseros y ofensivos derroches.

Hartos de tanto despreció y desesperados por la repetidas negativas a sus peticiones de plazas, libros, jubilaciones, pensiones y aumento de sueldo, cientos de maestras y maestros, que primero expusieron su sentir a los gobernantes por correo; miles de cartas fueron pasadas por debajo del arco de ellos, se vieron orillados a escalar su protesta pacífica hasta un movimiento altamente violento.

No fueron pocos los que dejaron la escuela, abandonaros a sus alumnos y se fueron a la “bola”, donde participaron desde diversas trincheras: ideólogos, propagandistas, periodistas, soldados y jefes de alto grado jerárquico.

Un ejemplo de su militancia político-militar, fue el profesor Eduardo García, nativo de Hermosillo, quién luchó como coronel carrancista y se le vio bajo las órdenes del general Calles, quien antes también fue maestro de escuela en Hermosillo y su natal Guaymas.

A continuación, expongo la segunda de dos partes, en la que abundó sobre la experiencia de tres profesores que combinaron su vida como profesores de primaria y adherentes activos de la lucha revolucionaria, entre ellos Esteban Baca Calderón, Antonio G. Rivera y Alfredo Caturegli.

Esteban Baca Calderón había tomado cursos de pedagogía en su natal estado de Nayarit, de donde llegó a Cananea en tiempos en que esta cabecera municipal era un flamante emporio minero. Ahí, se empleó como director de una escuela primaria de varones, de gestión municipal y situada en el campo minero de Buenavista, cuyo nombramiento recibió en noviembre de 1911, en virtud de que “reúne las cualidades de aptitud y honradez para desempeñar dicho cargo”. Poco después sobrevino el asesinato de Madero y, como otros colegas suyos, dejó la escuela y empuñó un 30-30 para luchar contra el gobierno espurio del Gral. Victoriano Huerta, “un soldado déspota y desleal”, que no tenía más criterio para gobernar que “el filo de su espada homicida”.

Antes de dirigir la citada escuela de Buenavista, el profesor Calderón trabajó algunos años como minero y mucho tuvo que ver en la huelga de 1906, cuya osadía sediciosa pagó con tortura y varios años de prisión, hasta que fue liberado por obra y gracia del nuevo gobierno de Madero. Fue entonces cuando volvió a sus andanzas de maestro en el barrio de Buenavista, donde se le vio al frente de la escuela primaria del lugar, en la que además de ostentar la categoría de director, desempeñaba tareas de profesor de grupo, cuyos resultados eran bien calificados por el supervisor escolar, según sus informes de visita.

Hacía 1913, dejó la escuela para tomar participación en la rebelión anti huertista, que partió de Nacozari de García con un importante contingente de ciudadanos armados, entre los que había obreros y profesores, integrantes de la denominada Primera División Fronteriza del Ejército Constitucionalista del Estado de Sonora. Previamente publicaron el “Manifiesto a los habitantes de Sonora”, en el que alertaba: “La Patria está en peligro, las instituciones amenazadas de muerte, los derechos del pueblo encarnecidos, la ley violada y la Constitución profanada”; por consiguiente, llamaron ¡A las armas!, para restituir a balazos la vida republicana.

Pasada la tormenta armada, Esteban Baca Calderón fue electo diputado federal al Congreso Constituyente, el que participaron como una docena más de profesores, entre ellos Luis G. Monzón, sonorense por adopción, cuyo mérito más encomiable fue haber dado a luz la Constitución Política de 1917, que delegó en el gobierno Federal rectoría educativa y reafirmó los principios de laicismo, obligatoriedad y gratuidad de la educación pública.

Por lo que hace al extinto profesor Antonio G. Rivera, cabe destacar que estudió la carrera para maestro en la antigua escuela de varones de Ures, que regenteaba el decano profesor José Lafontaine, un pedagogo de sólida formación y buen prestigio, llegado a la llamada Atenas Sonorense a finales del siglo XIX, procedente de su natal Francia, donde había estudia la carrera de profesor. Hacía 1905, Antonio Rivera era alumno quinto grado, muy aplicado, por cierto, con calificaciones aprobatorias en todos los rubros sujetos de evaluación, como el de asistencia, conducta, aplicación y aprovechamiento, en los que obtuvo las notas más altas.

El siguiente ciclo escolar, y tras haber concluido un año de prácticas pedagógicas, que entonces era un paso obligado para concluir la carrera, el joven Rivera recibió su diploma de maestro y luego se le vio enseñando en algunas escuelas pueblerinas, como la primaria de Suaqui, jurisdicción del distrito de Ures, en donde, a decir de él mismo, combina su labor docente con la de predicador del antirreeleccionismo, inspirado en el libro de Madero “La sucesión presidencial en 1910”, en el que fundamentaba sus críticas al mal gobierno porfiristas e incitaba al pueblo a luchar por el “sufragio efectivo y no reelección”, lo que le valió que fuera hostilizado y visto como un profesor no grato.

Antes ya se había rebelado contra las autoridades locales, por la falta de pagos devengados; incluso amagó con no abrir la escuela, como presión para conseguir la liquidación de los sueldos adeudados. Posteriormente, se fue a la bola y acompañó a las fuerzas maderistas hasta cantar victoria, para luego volver a los suyo, a la escuela y seguir enseñando.

Al ocurrir el asesinato de Madero, el profesor Rivera volvió a sus andanzas de insurrecto y no paró hasta que las fuerzas de su bando acabaron con la pretensión de Victoriano Huerta de entronizarse en la presidencia, en cuya victoria ayudó también desde la trinchera del periodismo revolucionario. Mediante los periódicos “El Demócrata” y “Sabía Nueva”, que el mismo dirigía, condenaba e impugnaba al gobierno golpista del Gral. Huerta y deba cuenta de los rumbos que tomaba la revolución constitucionalista, cuyo jefe máximo en el estado era el exprofesor Plutarco Elías Calles, sólo por debajo de su jefe don Venustiano Carranza.

El profesor Antonio G. Rivera fue diputado en el Congreso Constituyente de Sonora. En su haber, no sólo figura el reconocimiento de haber sido parte de la primera generación de legisladores surgidos de la revolución triunfante, sino también tuvo el mérito de haber abogados por el magisterio y ganar además consenso entre sus pares, para decretar el Día del Maestro en Sonora, tal y como ya se había se había establecido a raíz de un decreto emitido por el presidente Carranza, dos años atrás.

Más aún, Leonardo Holguín tenía nociones de pedagogía. Probablemente aprendió algunos elementos de teoría y práctica docente en la escuela del profesor José Lafontaine, en la que sus alumnos, además de cursar el programa de enseñanza obligatoria en cuatro años lectivos, podía de teoría y otro de práctica docente, lo que los habilitaba para optar por una plaza docente de primaria, como sucedió con Antonio G. Rivera y Eduardo W. Villa, ambos alumnos del maestro Lafontaine.

Hacía 1905, el profesor Holguín enseñaba en la escuela pública de varones de Ures, bajo la dirección de José Lafontaine. Entonces ostentaba la categoría de “ayudante”, como se clasificaba entonces el personal con funciones docentes, cuyo sueldo ascendía a 40 pesos mensuales, pagados con dinero del fondo de subvenciones, que era como el gobierno estatal ayudaba al municipal en los gastos de escuela. En este caso particular, se trataba de una ayuda económica superlativa, pues el gasto mensual en sueldos andaba en 460 pesos, de los que el gobierno del estado pagaba 330 pesos, mientras el ayuntamiento aportaba el resto, con cuyo monto total pagaban las mensualidades de un director, un intendente y seis docentes, incluyendo uno de inglés.

Más adelante, en el contexto de la lucha armada anti huertista, el profesor Holguín acompañó con un 30-30 en manos a las fuerzas carrancistas y participó en algunos hechos de arma, incluso fuera de su estado natal, hasta que dio el último suspiro tras una cruenta batalla entre las fuerzas carrancistas y huertistas, cuya vida no sacrificó en vano, dado que, al final del día, su bando político-militar alcanzó la victoria definitiva.

Por último, importa mencionar también el caso de Alfredo Caturegli, un personaje con estudios superiores y un par de carreras en su haber. Francisco R. Almada afirma, en su Diccionario biográfico, que fue médico de profesión en Hermosillo, donde tenía su propio consultorio y se promocionaba como un galeno formado en la flamante Escuela Nacional de Medicina de México, seguramente con el apoyo de una beca del gobierno de Ramón Corral, hombre ilustrado que tenía entre los compromisos de sugestión mandar mujeres y hombres jóvenes a estudiar una carrera fuera del estado, ya en medicina e ingeniería, docencia o artes, como se advierte en su voluminosa memoria de gobierno de 1896.

Pero antes de ponerse la bata de galeno, Alfredo Caturegli estudió la carrera de profesor de primaria y prestó por sus servicios por algún tiempo en escuelas de la capital sonorense, donde había visto su primera luz en 1873. En sus años juveniles, fue parte de una selecta generación que estudió en la Escuela Normal de Maestros, con sede en la capital mexicana, gracias al apoyo económico del mismo gobernador Corral, que no sólo invertía dinero público en becas estudiantiles, sino también contrataba profesores titulados fuera del estado, como a Carlos Martínez Calleja, a quien un antiguo alumno recuerda como un profesor de gran prestigio, por sus dotes, entrega y aportaciones pedagógicas en el viejo puerto de Guaymas.

Como otros colegas suyos, en 1910, el profesor Caturegli se unió al partido maderista, cuya militancia naturalmente fue bien vista, tanto que al triunfo de la causa fue electo diputado al congreso local, en 1911. Posteriormente, se pronunció contra la imposición del espurio presidente Victoriano Huerta y rehusó reconocerlo como jefe del Ejecutivo Federal. Además, fue nombrado cónsul en la ciudad de Nueva York y Chicago, donde desempeñó funciones diplomáticas a nombre del gobierno carrancista.

Por lo escrito aquí, se puede afirmar que los maestros; incluso las maestras, no fueron indiferentes a la tormenta revolucionaria. Las casos expuestos antes, son ejemplos, a mi modo de ver, que ilustran sobre la indignación del magisterios, que compartía con otros sectores sociales, quienes estaban en desacuerdo e impugnaban el mal gobierno, por lo que éste no contó con ellos más que como sus adversarios radicales, por lo que algunos no vacilaron en dejar la escuela e irse a la bola, para prestar sus servicios político-militares a los jefes revolucionarios y, consecuentemente, no pararon hasta cantar victoria de una vez por todas.

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