Por Ricardo Aragón Pérez
Magisterio en Línea / 13.06.2025
¿Sabía usted que la carrera de profesor fue estigmatizada desde su invención, cuya sociedad dominante siempre la consideró inferior a las demás profesiones?
Hace 150 años, un ministro de educación, miembro del gabinete presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada, reveló que las y los maestros eran contratados sin que tuvieran la preparación adecuada. Entonces cualquiera que supiera leer, escribir y contar medianamente era considerado apto para la enseñanza primaria. De ahí derivaba, naturalmente, el desprestigio y escasa valoración de la profesión docente, “y lejos de considerarla digna de los hombres selectos, se le relega a la gran masa de los que no se juzgan aptos para otra cosa”, denunció el antiguo funcionario.
En su obra “La instrucción pública en México” de 1875, el mismo ministro José Díaz Covarrubias, estimó que en el país poco más 8000 personas se empleaban como profesores de escuelas primarias. De ese universo, advirtió que menos de una cuarta parte eran mujeres, pero casi ninguna de ellas tenía estudios en pedagogía y mucho menos título de profesora Normalista. En general, estimaba “que sólo una minoría que probablemente no llegue a dos mil… son profesores recibidos y bastantes aptos para el servicio de enseñanza”. Todo eso, lleva a pensar que la gran mayoría era contratada como docente, sin tener perfil o nociones suficientes de pedagogía, seguramente “creyendo que es cosa muy fácil ser maestro de escuela”.
Por lo que hace al magisterio sonorense, éste no era muy diferente en términos numéricos, composición por género y calidad docente. En 1850, por ejemplo, sólo había 20 escuelas e igual número de profesores, cuya cobertura era muy limitada, dado el tamaño de su población de casi 150 000 almas. Entonces 15 profesores enseñaban en primarias oficiales para varones; el resto servía en planteles particulares, seguramente para niñas y unos cuantos párvulos, ya que el dinero público casi nunca alcanzaba para ellos.
Probablemente uno que otro tenía estudios formales, cierto conocimiento sobre el programa y método de enseñanza, pero casi todos eran empíricos y ganaban “sueldos cortísimos”; menos de dos pesos mensuales, lo que, aunado a la baja valoración o estigmatización de su imagen social, influían poderosamente; sobre todo, en las personas estudiadas, quienes lejos de abrazar el magisterio “para bien suyo y de la sociedad”, rehusaban ejercer “esta noble profesión”.
Es cierto que había profesores de conducta indecorosa, como el que enseñaba en San Marcial, municipio de Guaymas, cuya escuela de su cargo fue clausurada en 1869, porque su director fue sujeto a un proceso penal. Por fortuna, nunca falta las excepciones, como el caso Carlos M. Uruchurtu, un joven educador de Hermosillo, cuya “asidua dedicación” y adelanto de los alumnos de su escuela, llamaban la atención de supervisor Juan Pablo Robles, quien pidió al despacho del gobernador le asignara una subvención de entre 20 y 25 pesos mensuales, “para que no desmaye en tan honrosa y benéfica carrera que ha adoptado por vocación”.
Tres décadas después de que el ministro Díaz Covarrubias reconoció “la triste posición que tienen en perspectiva los profesores… los sueldos cortísimos a que pueden aspirar la mayor parte de ellos y el menosprecio con que los veían, en relación con las demás profesiones, los dirigentes de Partido Liberal Mexicano, opositores del gobierno de Porfirio Díaz, lo denunciaron públicamente por el trato mezquino y la nula consideración que tenía al magisterio, cuyos sueldos estaban exageradamente mal remunerados.
El 1º de julio de 1906, publicaron el programa del partido y un manifiesto a la Nación, en cuya exposición de motivos, entre otras recriminaciones, consignaron:
“Por mucho tiempo, la noble profesión del magisterio ha sido de las más despreciadas, y esto sólo porque es de las peor pagadas. Nadie desconoce el mérito de esa profesión, nadie deja de designarla con los más honrosos epítetos; pero al mismo tiempo, nadie guarda atención a los pobres maestros que, por lo mezquino de sus sueldos, tienen que vivir en lamentables condiciones de inferioridad social. El porvenir que se ofrece a la juventud que abraza el magisterio, la compensación que se brinda a los que llamamos abnegados apóstoles de la enseñanza, no es otra cosa que una mal disfrazada miseria. Esto es injusto. Debe pagarse a los maestros buenos sueldos, como lo merece su labor; debe dignificarse el profesorado, procurando a sus miembros, el medio de vivir decentemente”.
Por último, se puede concluir que la carrera docente, en sus diferentes etapas fundacionales, ha estado sujeta a un rosario de vicisitudes, desafíos y contradicciones. En el discurso, propios y extraños le adjudicaban múltiples atributos: se decía que la escuela no era nada sin el maestro; “no hay enseñanza, no hay método ni programa provechoso”, si el maestro no lo hacía suyo y aplicaba con criterio propio, ajustándolo a las aptitudes, inteligencia y carácter del alumnado; en suma, la escuela “es el profesor”, sostenían algunos funcionarios educativos.
Pero todo eso, a las y los maestros no les hacía mucho sentido, ya que en la práctica no se reflejaba en mejores escuelas y objetos de enseñanza, sueldos y prestaciones sociales, dado que el dinero presupuestado para los gastos de gobierno nunca alcanzaba para el magisterio.