Hermosillo, Sonora, 16 de octubre de 2023
Al término de la revolución, México se topó con una sociedad lacerada. Diez años de guerra dejaron millones de muertos, viudas y huérfanos; muchos heridos y no pocos lisiados; minas y campo abandonados, paralizados o funcionando a medio pelo; arcas vacías; fugas de capitales e inversión disminuida; escuelas ocupadas por tropas, otras abandonadas por los maestros, ya para poner a salvo el pellejo o servir algún jefe revolucionario, aunque también se ordenó cerrarlas y dejar de pagar a los maestros.
Con esos sombríos antecedentes, en segunda década del siglo XX, el país inició su etapa de pacificación, gobernanza y reconstrucción, cuyos desafíos emergentes eran construir un país más parejo; disminuir la desigualdad, la pobreza y el analfabetismo, cuyos lastres sociales campeaban en las comunidades rurales que, desde tiempos inmemoriales eran, son, las más desfavorecidas, pese a los desarrollos notables, leyes y demás iniciativas progresistas, que pretendían equilibrar algo las disparidades sociales y culturales entre los entornos urbanos y rurales, en las que la escolarización era un indicador claro de los contrastes entre ambos contextos.
Está documentado que antes de la revolución, las escuelas se concentraron en las ciudades y cabeceras municipales, con edificios más habitables, maestros competentes y mejores sueldos. Sabemos también que la educación rural fue motivo de preocupaciones y resoluciones legales en favor de su propagación entre las pequeñas comunidades indígenas y campesinas; incluso hasta se legisló y exhortó a propietarios, rancheros y hacendados, para que abrieran escuelas en sus fincas y pagaran de su peculio a los maestros, pero muy pocos hicieron lo propio; por consiguientes, la regla era la falta de escuela y, naturalmente, el analfabetismo, que alcanzaba hasta 90 por ciento, incluso había localidades en las que no se hallaba una sola persona letrada, por lo que se veían en grandes aprietos para organizar el gobierno, ya que para ejercerlo, además de tener mayoría de edad, era requisito saber leer y escribir, aunque sea medianamente.
De ahí que el gobierno revolucionario, impulsó un titánico y noble movimiento por la educación popular, con énfasis en las capas indígenas y campesinas, cuyas localidades de residencia carecía de todo lo educativo, prácticamente nunca les había tocado escuela, menos maestro y eran muy ajenas a los libros de texto. Como punto de partida, se creó la Secretaría de Educación Pública, piedra angular para la educación nacional, instancia que puso el foco en la enseñanza rural e impulsó con fervor la operación del Plan de las Misiones Federales de Educación.
Hacía 1928, según registros oficiales, había 16 misiones culturales en servicio, con cerca de 300 institutos sociales bajo su gestión, en los cerca de 3000 profesores rurales perfeccionaban sus técnicas de enseñanza, recibían orientaciones de organización escolar; se ponían al día con la “escuela moderna” y los postulados de su nueva pedagogía de la acción, cuya premisa consistía en enseñar mediante la acción o manipulación directa de los objetos de aprendizaje. Adicionalmente, promovían el bienestar de la comunidad: preparaban para labores manuales, oficios del campo y domésticos; hacían campañas de higiene y vacunación, inculcaban el gusto por el arte popular, establecían bibliotecas, fomentaban la lectura; hábitos deportivos y cultura cívica; organizaban clubes y cooperativas, además predicaban contra el alcoholismo y la prostitución, lo que, en suma, eran como banderas de lucha que enarbolaban y propugnaban con entrega y convicción.
Aunque su estancia era efímera, la sola noticia de su llegada generaba altas expectativas y cuando se movían a otras sedes dejaban entre la gente recuerdos positivos. Una estudiosa del tema que nos ocupa aquí apuntó: “Aunque permanecían muy poco tiempo en las comunidades, las misiones culturales causaban un gran impacto en ellas, y suelen ser recordadas localmente, igual que las normales rurales”.
Más aún, las misiones culturales fueron objeto de notas periodísticas, en las que los reporteros daban cuenta de sus visitas y entrevistas al personal que las componía. Valiéndose de una narrativa exaltada, salpicada de metáforas y términos rebuscados, propiciaban un clima social amigable, animaban al pueblo y a las autoridades a tenderles la mano y facilitar su estancia; incluso hacían ediciones especiales y aumentaban sus tirajes para dar cobertura a sus programas y desarrollos, especialmente a las actividades de clausura del plan de trabajo, en las que resaltaban, con tono de satisfacción y felicidad, el resultado de sus intervenciones.
Por lo escrito hasta aquí, se infiere que las misiones culturales, con sus abnegados maestros, se ganaron la confianza de sus destinatarios: maestros y alumnos, mujeres y hombres de pueblo, y dejaron entre ellos un buen sabor de boca, por su labor efectiva en bien de la comunidad, de su educación, salud, cultura y economía rural. En respuesta, las familias, periodistas, funcionarios escolares y autoridades políticas, apoyaban con locales, enseres, alimentos y también asistían a las pláticas, conferencias, justas deportivas y obras de teatro, eventos para todos los públicos, que tenían lugar en plaza pública, teatros o escuelas, que las mismas autoridades locales facilitaban sin limitación alguna, quienes no tenían para las maestras y los maestros misioneros más “aplausos y felicitaciones” sinceras.
Nota: El autor es Subsecretario de Educación Básica de la SEC en Sonora.