A primeras horas del día 1 de junio de 1906, cientos de mineros se declararon en huelga y demandaron un trato justo y equitativo, con mejores salarios, jornadas menos largas y un trato mucho más humano, libre de discriminación racial. El primer día del paro, a eso de las 10 de la mañana, en las instalaciones de la compañía minera, el comité de huelga y el dueño de la empresa sostuvieron pláticas, pero el resultado fue francamente un fiasco.
Lejos de solventar las demandas obreras, los testaferros patronales perpetraron una despiadada y cruenta represión en contra de los huelguistas, que arrebató la vida a poco más de una decena de ellos, en tanto muchos otros cayeron heridos y algunos más fueron encarcelados y condenados a trabajos forzados por 15 años. Entre los presos figuraban Manuel Diéguez, Francisco Ibarra y Esteban Baca Calderón, dirigentes que prendieron la mecha de la huelga, tras la ilusión de conseguir cinco pesos de sueldo, una jornada de 8 horas y la remoción de jefes gringos, “que por su odio al pueblo mexicano”, trataban de modo cruel a los obreros de su mando.
Pero cómo era Cananea en tiempos de aquella memorable huelga, que dio mucho de qué hablar y escribir entre opositores y allegados al gobierno; cuáles eran las contradicciones sociales, desavenencias e inconformidades que llevaron a cientos de mineros a declararse en huelga, pese a los riesgos de muerte, cárcel, cese y destierro.
En respuesta, diré que hasta poco antes de su vertiginoso esplendor, Cananea era una localidad de mala muerte, situada en un lomerío escarpado, con un caserío de no más de 100 almas; pero tenía un potencial minero, cuya explotación haría de ella un emporio, sede de una compañía extranjera que pondría su nombre y producción en los mercados del cobre más rentables del mundo.
Hacia 1900, hubo un crecimiento poco halagador y su población alcanzó cerca de 900 habitantes, pero luego sobrevino un aumento vertiginoso, tanto que transitó de una modesta localidad a una ciudad flamante y populosa, con cerca de 15000 pobladores, casi todos fuereños, atraídos por la amplia oferta de trabajo y salarios altos, por arriba de los que pagaban en otras entidades, dado el pujante crecimiento minero y otros giros productivos y de servicio, como el comercio y hotelería, que también generaban entradas fiscales suficientes para los gastos municipales.
En 1902, Cananea fue declarada cabecera municipal, con cabildo propio y todas sus instancias de gobierno cubiertas, pues para eso ya tenía de sobra personas de perfil alto, con estudios avanzados y grados profesionales, como el Dr. Filiberto Vázquez Barroso, quien fuera uno de los primeros munícipes. También tenía edificios públicos propios, de arquitectura moderna y algo majestuosa, como el palacio municipal, la cárcel y dos edificios escolares. Además, contaba con iglesia, hospital, banco, hoteles, cantinas, fondas y hasta residencias suntuosas y campos recreativos particulares, así como acceso al servicio ferroviario y telefónico, lo que en conjunto deban a la ciudad una apariencia de primer mundo y de bienestar social.
Sin embargo, en los caseríos mineros, en las áreas de trabajo y en los tratos hacia los trabajadores la situación era muy contrastante, lastimosa e insoportable. Ahí, prevalecían sentimientos de insatisfacción y frustración; la infelicidad, los agravios y resentimientos antipatronal estaban a la orden del día. No faltaban hogares desmembrados y niños sin protección de sus padres, que habían perecido o perdido parte del cuerpo en un accidente laboral, o habían enfermado de muerte por las condiciones antigénicas en que laboraban. Además, había reproches porque “el trabajo era pesadísimo”, tanto que “ningún extranjero lo resistía”, con jornadas hasta de 10 o más horas diarias, con los agravantes de hostilidades racistas y sueldos menores al de sus pares norteamericanos, cuya diferencia era natural, ya que las prostitutas gringas costaban más que las mexicanas, explicaba con descaro y vulgaridad un gobernante porfiriano.
Todos esos contrastes, agravios y ánimos crispados coincidieron con el resurgimiento de las fuerzas opositoras que, reagrupadas en el Partido Liberal Mexicano, pugnaban por una transformación política y social de gran calado, en la que los obreros jugaría un papel clave, por lo que el foco de su lucha fue el mineral de Cananea, en donde contaban con militantes, seguidores y activistas que difundían entre los mineros sus proclamas, reivindicaciones y planes de lucha, todo eso propiciaba un ambiente de inquietud, impugnación y rebeldía, que derivó en la formación de dos sociedades secretas, que hacían reuniones nocturnas dos veces por semana, cuyos dirigentes aprovechaban para hablar a sus correligionarios de sus precarios salarios y de la necesidad de “que se unieran para reclamar justicia en el pago de su trabajo”; además trataban temas electorales, cívicos e históricos, con el fin último de para prepararlos para el lanzamiento de la huelga.
Esteban Baca Calderón ayudó a formar la Unión Liberal Humanidad y, junto con Manuel Diéguez y Francisco Ibarra, fungió como directivo, con el cargo de secretario, que asumió con entereza y pasión. En él recaían tareas relevantes, como sostener enlaces con directivos del Partido Liberal Mexicano, escribir en periódicos de oposición y ayudar a su circulación entre sus pares, organizar festejos patrios y asumir el papel de orador, como ocurrió el 5 de mayo, tres semanas ante de que prendiera la mecha de la huelga, con motivo de la conmemoración de la gloriosa batalla de Puebla, en la que pronunció un discurso exhortando al auditorio a defender “la sagrada herencia de libertades, conquistadas a precio de sangre”, y le recordó con aires de vergüenza: “estáis en vuestro propio suelo y los beneficios que produce, a vosotros deberían corresponder en primer lugar”.
No debe sorprender el manejo habilidoso de la palabra, sus dotes comunicativos, tanto orales como escritos, así como su vocación e interpretación liberal de las hazañas históricas, toda vez que Baca Calderón era un ciudadano letrado, formado para el oficio de profesor, cuyos estudios realizó en su natal Nayarit, donde pasó algunos años enseñando, para luego continuar su docencia en Cananea, donde además de obrero y comerciantes, desempeñó el cargo de director en la escuela de varones de Buenavista, Cananea. De su preparación docente, se sabe que fue alumno de Emilio Bravo, un destacado profesor normalista, con quien abrevó “la doctrina del civismo” y la historia patria, “en sentido liberal”, y conoció también de los derechos del hombre, “preferentes los de los mexicanos a los del extranjero, en el aprovechamiento de las riquezas naturales”.
Otros profesores tenían contacto con los mineros, tanto que ellos también pagaron un alto costo; fueron privados de sus plazas. Amado Cota Robles y José Carmelo, eran dos jóvenes profesores que enseñaban en el mineral, pero a raíz del paro obrero, las autoridades cancelaron sus nombramientos y dejaron de pagar sus mensualidades, obligándolos a emigrar a otros lugares y otros centros escolares. Por su parte, Leopoldo Rodríguez Calderón, quien desempeñaba la comisión de director, sacó la peor parte; no sólo fue despojado de su plaza, sino echado del estado, abandonado a su suerte, sin que nadie viera por él, dado que sus raíces y descendencia se ubicaban en el lejano estado de Veracruz.
Leopoldo llegó a Cananea contratado como director de escuela, en tiempos en que ya había inquietud entre los obreros y circula en el mineral el periódico de oposición Regeneración, del que él era suscritor y lector asiduo. Antes fue alumno en la escuela normal veracruzana y aprendió pedagogía con Enrique Rébsamen, un experto y pionero en esa novedosa asignatura. Además de su entrega al quehacer docente, tomaba partido por los obreros y hacía causa común con ellos. Cuenta un exalumno suyo, que era un hombre sabio, de ideas liberales y muy cercano a la clase obrera. Era dado a leer la prensa crítica; apilaba cantidades de periódicos en su escritorio y gustaba conversar sobre ellos; a menudo se le veía platicar con obreros, recuerda el mismo exalumno.
Luego que reanudaron las actividades y los trabajadores volvieron a sus puestos de trabajo, bajo la amenaza de que de no hacerlo serían enviados como carne de cañón a la guerra yaqui, el gobernador Rafael Izabal exigió la renuncia del mismo profesor Leopoldo, a la vez que dispuso su expulsión del estado, alegando que ocupaba su tiempo en quehaceres para los que no había sido contratado; o sea, orientaba a los mineros en lucha y publicaba incluso un periódico con ideas progresistas.
Finalmente, no queda más que reconocer que la sangre derramada y el pliego petitorio incumplido no fueron en vano, no derivaron en fracaso pleno, si consideramos que con el triunfo revolucionario, sus dirigentes, en funciones de diputados constituyentes, decretaron una nueva constitución y consignaron, en su artículo 123, las demandas históricas de los mineros, entre ellas la jornada de 8 horas diarias, salarios justos y el derecho a la huelga, entre otras prerrogativas sociales.
Hermosillo, Sonora, 23 de junio de 2021