Por Ricardo Aragón Pérez / [email protected]
Hermosillo, Sonora, 01 de noviembre de 2024
Las viudas de soldados caídos en defensa de la causa carrancista constituyeron un grupo altamente vulnerable, por su condición de mujer, edad y responsabilidad de velar por la crianza de sus hijos, sin tener ingresos propios, puesto que las únicas entradas provenían del jornal de los esposos.
A falta de ellos, se les vino el mundo encima. Las presiones y carencias económicas eran el pan de cada día, un verdadero martirio, más cuando eran madres de varios chiquillos, como doña Juana Olivo, viuda del cabo Francisco González, que dejó tres niños huérfanos, cuya cuidado, alimentación y educación recaían sólo en ella.
No se sabe a ciencia cierta cuántas mujeres enviudaron en tiempo de la revolución. Sin embargo, suponemos que la proporción no fue menor, si consideramos que hubo más de dos millones de muertos en campaña, cuyos varones aportaron la mayor cuota.
Un dato que hace pensar en el tamaño e impacto social es el que las viudas ocuparon un lugar preponderante en los planes de los jefes revolucionarios, entre ellos el general Plutarco Elías Calles, quien el mismo día que tomó las riendas del gobierno, asumió el compromiso de pensionar a las viudas de “los abnegados soldados”, que defendieron la bandera carrancista “con el sacrificio de sus vidas”.
Juana Olivo vivía en Guaymas. Habitaba una modesta casa con el numeral 383, situada sobre la calle 18. Estaba casada con Francisco González, con quien tuvo tres hijos entre los años de 1905 y 1911, cuyos nombres de pila eran Martín, Francisco y Rosendo.
Juana contó con el auxilio de su esposo para la crianza de sus críos, quienes pasaron casi toda su niñez bajo la protección de ambos progenitores, pero cuando todavía eran unas criaturas de entre 7 y 13 años, perdieron a su papá en un ataque armado, en el que una partida de yaquis alzados, rivales de su bando, acabaron con su vida, como asentó por escrito el teniente Antonio Armenta, jefe del Tercer Batallón de Armas, al que estaba adscrito el extinto esposo de doña Juana, y sirvió con el grado de cabo hasta que cayó en combate los últimos de mayo de 1918.
Nueve meses después de que el cabo Francisco “sucumbió a manos de los yaquis”, en una refriega de dos días, sostenida en una comunidad conocida como La Gloria, la viuda de González se encontraba agobiada por lo mal que la pasaba; adolecía de dinero para sobrellevar las necesidades básicas de sus hijos, que no sólo demandaban alimentos y vestido, sino también les faltaba ir a la escuela y cumplir con la educación obligatoria.
Con la esperanza de que el gobernador Plutarco Elías Calles le ayudara a salir de sus aprietos, se dirigió a él por escrito, suplicándole “se sirva concederme tres becas… para mis hijos Martín, Francisco y Rosendo”, a fin de que fueran recibidos como alumnos internos de la incipiente Escuela “Cruz Gálvez”, donde además de alimentación, ropa y vivienda, cursarían su educación primaria y aprendería a la vez un oficio para ganarse la vida honestamente.
Aun cuando doña Juana Olivo Vda. de González respaldó su petición con un certificado de defunción, expedido por el teniente Antonio Armenta, quien documentó la muerte en campaña de su conyugue, cuyo documento testimonial era un requisito insoslayable para facilitar el ingreso a la “Cruz Gálvez”, Martín de 13 años, Francisco de 10 y Rosendo de 7 no fueron admitidos momentáneamente, pero recibieron le promesa de que, dos meses después, habría cupo para cada uno de ellos, pues para entonces “quedará terminado el nuevo edificio” en construcción.
Si los hermanos González ingresaron o no al internado y escuela “Cruz Gálvez”, o si la viuda del cabo González buscó otros derroteros para sus huérfanos de padre, es algo que por ahora dejo en el tintero, debido a las limitaciones y disponibilidad de fuentes de información.