Por Ricardo Aragón Pérez / [email protected]
Hermosillo, Sonora, 27 de diciembre de 2024
María y Carmen, dos jóvenes maestras rurales, de apellido Zepeda y hermanas de sangre, enseñaban en una escuelita pueblerina, situada en un rancho, jurisdicción de Hermosillo, como a 10 kilómetros de la ciudad capital. Ambas respondieron al llamado del gobierno para poner escuelas en el medio rural y enseñar el alfabeto y algo de números a los aldeanos, incluyendo niñas y niños indígenas, quienes debían aprender además el idioma castellano.
Hacia 1912, María, la hermana mayor, tomó posesión del cargo de directora y Carmen de “ayudante”, como llamaban antes a la maestra de grupo. Desde entonces tomaron en sus manos la enseñanza de sus alumnos y hacían hasta lo imposible por ellos, hasta que ya no pudieron seguir enseñando, dado que el pagador se desatendía del pago de sus sueldos, por lo que tuvieron que abandonar la escuela y renunciar sus plazas, para ganarse la vida en otro empleo, explicaron ambas profesoras.
El caso de las maestras Zepeda no era un hecho aislado ni excepcional, sino el pan de cada día de las y los maestros precursores de la educación rural. Cuentan que, en su tiempo de secretario de educación, José Vasconcelos, recorrió varios estados y dio fe de la pobreza del magisterio, de quien dijo que debía ganar tres pesos diarios, en vez de 85 centavos, que era el sueldo de un profesor que enseñaba en una hacienda de Hermosillo.
Entre la correspondencia de maestros y en la de autoridades locales existen numerosos testimonios que documentan la participación de mujeres como maestras rurales, las condiciones en que enseñaban y la inestabilidad de su trabajo, por problemas salariales principalmente. Algo de eso ocurrió a un maestro rural del distrito de Altar, quien enseñaba en una escuelita para indígenas, que funcionó algún tiempo en la comisaría de Quitavac, donde había como 50 menores descendientes de padres pápagos, pero las niñas no asistían por falta de una maestra.
Hacia 1911, el comisario del lugar, Manuel Quiroz, informó que la escuela se hallaba cerrada, por renuncia del maestro. Enseguida, solicitó a las autoridades estatales contrataran una maestra, ofreciendo a cambio proveer un salón de regular tamaño y bien ventilado, así como “una pequeña dotación de bancas, mesas y un ábaco” y la asistencia de todos los educandos, con independencia de género.
Por esas fechas, el gobierno de Francisco I. Madero instruyó a su secretario de educación para que remitiera el gobernador Carlos Randall un legajo de 20 decretos federales y pidiera a la vez su reproducción y distribución entre las autoridades de “los pequeños pueblos del campo”, con objeto de establecer “Escuelas Rudimentarias” y llevar la luz del alfabeto a los aldeanos, “que duermen aún en la sombra más completa de la ignorancia”.
Como resultado de aquel histórico decreto federal, decenas de mujeres fueron reclutadas y dedicadas a enseñar en escuelas del campo: rancherías, haciendas, comisarías o vecindades marginales, como el popular “Barrio Yucatán”, en el puerto de Guaymas, donde había una escuela con 100 alumnos indígenas de ambos sexos, servida por tres maestras: Ramona García Herrero, Guadalupe Aragón y Rosaura García.
En la Hacienda de Costa Rica, municipio de Hermosillo, existía una escuela para niños, con 42 inscritos, a cargo del profesor Julio Díaz. También en El Ranchito, un pequeño poblado, cercano a la capital sonorense, había otra escuela con una asistencia de 47 niñas, en la que enseñaban María y Carmen Zepeda.
De acuerdo con los informes disponibles, buena parte de esas escuelas se abrieron paso en comunidades que nunca antes habían tenido un centro educativo; sin embargo, no fue nada fácil cubrir sus gastos, especialmente los sueldos de los y las profesoras, por lo que a diario enfrentaban serios desafíos, entre ellos desmotivaciones por la falta paga de sueldos, como reveló el citado profesor Díaz que, a decir de él, tenía un sueldo de 85 centavos diarios, pero el común que pagador no liquidara su mensualidad a tiempo.
Las maestras Zepeda también se quejaban de la falta de sus respectivas mensualidades. En 1913, ambas se quejaron con el gobernador del estado y amagaron con abandonar la escuela, argumentando que no tenía más ingreso que el sueldo de maestras. En una carta fechada en mayo de 1913, en El Ranchito, se dirigieron al gobernador en los términos siguientes:
“Las que suscriben directora y ayudante respectivamente de la Escuela de Instrucción Rudimentaria de este rancho, manifestamos a usted que desde que nos hicimos cargo de este plantel no se nos ha pagado hasta hoy nuestro sueldo, por haberse ido el administrador del Timbre, por lo que nos permitimos dirigirnos a usted, a fin de que se digne informarnos si el Estado podrá pagarnos lo que se nos adeuda, conforme los recibos que adjuntamos, como también si el Estado hace suyo el plantel, o si hemos de clausurarlo a fin de dedicarnos a otra ocupación que nos proporcione nuestra subsistencia”.
Lamentablemente, cinco meses después, de una oficina del despacho del gobernador les dijeron por oficio que el Estado no podía hacerse cargo de sus pagos, como tampoco era posible hacer suyo el sostenimiento del plantel, dadas las circunstancias precarias por las que pasaba la tesorería estatal, agravadas naturalmente por el estado de guerra de 1913.