Por Ricardo Aragón Pérez
Magisterio en Línea / Hermosillo, 10.08.2025
¿Sabía usted que la educación obligatoria se estableció en Sonora hace como 150 años? En tiempos del general y gobernador Ignacio Pesqueira se instauró la educación primaria obligatoria en Sonora, mediante un decreto estatal fechado en 1873, pero luego de unos meses de su implementación formal quedó sin efecto, en razón de los disturbios e impugnaciones políticas, que acabaron tirando al otrora mandatario juarista.
Ocho años después, el gobierno del licenciado Carlos Ortiz Retes, un joven de 29 años y nativo de la antigua ciudad colonial de Álamos impulsó por cuenta propia una reforma educativa progresista, que trajo consigo, en primer término, un cambio en la reglamentación de los procesos escolares.
El 13 de diciembre de 1881, cuando apenas tenía dos meses en el cargo, tuvo a bien promulgar una ley educativa de avanzada, que el Congreso del Estado había aprobado por unanimidad una semana antes.
La denominada Ley Orgánica de la Instrucción Pública del Estado de Sonora fue puesta en manos del gobernador Retes, por conducto de una comisión de diputados, entre ellos Francisco Olea, M. Barreda y Victoriano Provencio, todos miembros de la Comisión de Justicia e Instrucción Pública del mismo Congreso.
Dicha ley, en su capítulo dos, relativo a “la Instrucción Pública Obligatoria”, estipuló que la educación primaria, además de gratuita, era obligatoria para todos los habitantes del estado que tuvieran hijos o ejercieran la patria potestad de menores en edad de ir a la escuela de enseñanza obligatoria.
En su artículo número ocho, precisó que todos los padres o tutores “tienen la indeclinable obligación de hacer concurrir a sus hijos de ambos sexos, desde el día que cumplan cinco años de nacidos, a las escuelas de primeras letras del lugar en que estén domiciliados”.
Para asegurar el cumplimiento de ese precepto, la misma ley delegó en los jefes políticos (prefectos, alcaldes, jueces y comisarios) la responsabilidad de vigilar estrechamente a quienes tenían la patria potestad de los menores en edad escolar reglamentaria.
En caso de que rehusaran hacerlo, dichos funcionarios “debían corregir las faltas que notaren con multas que no excedas de 25 pesos o con cárcel hasta por 15 días”.
Por su lado, las autoridades municipales y estatales debían cuidar que ninguna persona fuera empleada en el gobierno o percibiera sueldos del erario, sin hacer constatar ante la autoridad correspondiente “que sus hijos, si los tuviere, han adquirido o están adquiriendo la instrucción primaria”, prescribía el artículo doce.
Asimismo, ninguna persona podía obtener permisos, patentes o licencia para desempeñar su oficio o profesión en el estado, si no demostraban previamente ante la autoridad competente que cumplían con la obligación de dar escuela a sus pupilos.
Queda claro que los antiguos gobernantes no fueron indiferentes a la necesidad de propagar la educación pública; incluso asumieron la responsabilidad de establecer escuelas primarias gratuitas; declararon obligatoria la asistencia a clases y cuidaban que las familias no ocuparan a sus pupilos en tareas ajenas a su educación obligatoria.
Con todo, miles de niñas y niños no iban a la escuela, porque no tenían para vestir o comer, y no pocos de ellos se empleaban para ayudar al ingreso familiar. Además, faltaban escuelas y maestros, porque algunos pueblos no tenían dinero para sufragar sus gastos.
A modo de ejemplo, el presidente municipal de Ures, Luis Haro, reveló, en pleno triunfo de la revolución, que el ayuntamiento no podía cubrir el presupuesto escolar del municipio, que era de 1600 pesos mensuales, pese a la ayuda de poco más de 230 pesos por parte del gobierno estatal, cuya cantidad se distribuía entre el Colegio de Niñas del lugar y ochos escuelas más situadas en las comisarías de su jurisdicción.