Cuentan que, en los tiempos de su fundación, por allá en los años turbulentos de la revolución carrancista, en las entrañas del subsuelo, en un lugar misterioso y conmovedor del internado y escuela “Coronel Cruz J. Gálvez” de Hermosillo, había un oscuro y sofocante calabozo, donde iban a parar irremediablemente todos los alumnos infractores e indisciplinados, que incurrían en desobediencia a sus maestros, se ausentaban de las clases, sustraían comestibles del almacén, burlaban la vigilancia o se fugaban del plantel en horas nocturnas.
En su origen, era una suerte de armario, construido con material de cemento, piedra y fierro, situado a una profundidad como de tres o cuatro metros, con una dimensión como de seis o siete metros de ancho y unos 15 de largo, con una altura de más de dos metros. Sus paredes y muros lucen musculosas; fueron revestidas de piedra enteras, coloridas con una tonalidad algo oscura. En la parte superior, a ras de superficie, hay varios orificios de regular tamaño, en forma de circulo y atravesados por varillas de acero, que son verdaderos resolladeros, pulmones pues, por donde entra luz y también fluye el aire de entrada y salida. Para llegar hasta sus entrañas, cuenta con un estrecho vestíbulo, formado con dos muros de cemento y una escalinata como de dos metros, que desciende hasta el corazón del sitio.
El armario era un anexo esencial. En él se resguardaba todo el arsenal pedagógico: rifles y sables, entre otros objetos con que apoyaban las clases de ejercicios militares, que era una de las asignaturas básicas de la enseñanza para los varones, dado que la organización de escuela se basaba en la disciplina, valores y principios propios de las fuerzas castrenses.
Con el tiempo, el armario pasó a segundo término y dejó de usarse como tal. En su lugar, se formó el calabozo escolar, un anexo indispensable en los centros escolares de ayer, concebidos como un mecanismo de corrección de conductas infractoras, desalineadas o desencajadas de las que la escuela esperaba de su muchachada. En lugar del “día del azote”, se pensó en el encierro, en la privación temporal de la libertad física, en la restricción de víveres y privación de juegos, ambos vitales para desarrollo de una infancia equilibrada.
Cuentan que con sólo oír la palabra calabozo, se enchinaba el cuero, el cuerpo no hallaba reposo, la quietud desaparecía y la risa se borra o dibuja en los rostros infantiles, pero de pánicos, y no era para menos: ser condenado como recluso del calabazo, era algo parecido a vivir una tormentosa temporada en el inframundo.
Nota: El autor es subsecretario de Educación Básica de la SEC en Sonora.
Hermosillo, Sonora, 13 de abril de 2022.